martes, 26 de mayo de 2009

PARACELSO. TEXTO SOBRE LA RESURRECCIÓN.


Paracelso fue un heterodoxo en casi todos los aspectos de su vida, su forma de entender el cristianismo no fue una excepción.

En el libro del cual hemos extractado este capítulo: Evangelio de un médico errante; él mismo dice: “El tiempo de mi mensaje ha llegado: debo escribir. Todo muestra que es la hora de realizar el trabajo. El tiempo de la geometría se ha acabado, el tiempo del quadrivium ha terminado, el tiempo de la filosofía está detrás de mí, la nieve de la miseria se ha fundido, y lo que crecía ha venido a la madurez. De dónde viene esto, no lo sé; a dónde esto va, no lo sé, ¡pero está aquí!
Si pues, la hora que durante tanto tiempo se ha hecho esperar está aquí, es entonces el tiempo de escribir, de escribir sobre la vida bienaventurada y sobre la vida eterna. Es el tiempo del fruto.”



Pensamos que será de gran interés presentar la visión de Paracelso sobre uno de los contenidos más importantes del cristianismo: la resurrección; el destino espiritual del hombre, el estado al está llamado a ser todo cristiano. Podremos ver cómo se acerca a una lectura literal del contenido de la resurrección y del renacimiento del hombre en los Evangelios, especialmente en las cartas de Pablo.

Presentamos traducción del francés: Evangile d’un médecin errant. Edición de Lucien Braun, y editado por la editorial Arfuyen en la colección Cahiers d’Alsace, 1991.


DE LA RESURRECCIÓN DE LOS CUERPOS


Ocurre con nuestra resurrección lo que con el nacimiento de Sansón. Nacido de mujer estéril, Sansón no ha venido al mundo según el orden de la naturaleza. Así ocurre con nosotros: de nuestro cuerpo de Adán, estéril, nacerá un cuerpo nuevo, el cuerpo de la resurrección, y ello, por el poder de Dios. Este nuevo cuerpo será maravilloso, como lo fue Sansón.

Es por eso que el cuerpo que tenemos ahora no sirve para la gloria. Ved, se deshace y revienta en el fuego. Pero el cuerpo que ha de venir, el cuerpo glorioso, nacido del poder de Dios, debe ser un cuerpo que dure, que permanezca. En consecuencia, únicamente resucitarán lo hijos de Dios, y no los hijos de los hombres, como pensaban los judíos quienes, por esta razón, tanto cuidaban sus cuerpos. Este cuerpo no irá al Cielo, como tampoco van al Cielo las piedras de la tierra; pero tan difícil de creer es el que de las piedras puedan nacer niños, como difícil es pensar que de nuestro cuerpo pueda nacer otro cuerpo. Y sin embargo, es de nuestro cuerpo de Adán, pero no con él, de donde surgirá el cuerpo glorioso; y nuestro cuerpo permanecerá en la tierra maternal.

La resurrección es como la siembra: el cuerpo permanece en la tierra, allí se pudre y se descompone; él no será glorificado. Será glorioso lo que nacerá de él: las rosas, el cuerpo celeste. El árbol nace igualmente de la semilla, procede de él, pero el árbol no es la semilla. Este proceso lleva tiempo; como también tomará tiempo nuestro cuerpo en la tierra, donde deberá esperar el día del Señor.

¿A qué está destinada la semilla? No a permanecer como semilla, sino a que de ella proceda la planta de cuya esencia es portadora. Pues la semilla, en tanto que semilla, no es nada. Pero aquel que sabe dar nacimiento al fruto de la semilla, ese sabe también hacer surgir de nuestro cuerpo, el fruto.

Por eso no debemos decir: resucitaremos con el cuerpo que tenemos. Nosotros somos una semilla; una semilla de Dios; si no, nuestro cuerpo no sería una semilla. Pero en el presente somos una semilla, y el nuevo cuerpo que proceda de él será el fruto. Ocurre entonces que el antiguo cuerpo verá en el nuevo a su salvador. Veamos, en nuestra morada terrestre, de qué naturaleza es nuestra esperanza.

Adán ha sido sumergido en un profundo sueño, con el fin de que no viese cómo Eva, su compañera, salió de él. De la misma forma seremos sumergidos en un profundo sueño hasta el día del juicio. No conocemos el día, ni sabemos cómo llevará a cabo nuestra resurrección. No sirve de nada querer comprender los fines últimos, ya que nuestros razonamientos no son sino locura ante Dios. Pero esto no nos debe hacer infravalorar la filosofía, pues Dios quiere que apreciásemos y descubriésemos estas cosas s partir del orden de la naturaleza, en la medida que sea apropiado para nosotros; sin embargo, esto no es sino una sombra en relación con la realidad.

El hombre debe resucitar para el juicio, tanto si es trigo como añublo. Resucitará para la gloria o para el castigo. Aquellos que son como el trigo vivirán, los que son como el añublo, aunque resucitados, serán reconocidos como muertos. Porque Dios es Dios de los vivos, es decir Dios de sus hijos, de aquellos que han nacido de Él. Y son hijos de Dios los que realizan su voluntad y le sirven en tanto que criaturas nuevas; y quienes, llevando en ellos la semilla destinada a pudrirse, no viven según la ley de ésta.

La semilla no lleva en ella lo que procederá de ella, lo que nacerá de ella. Es más bien un don, una gracia establecida en ella. Mirad la rosa o la lavanda: Dios ha colocado en la vieja semilla una virtud con el fin de que el descomponerse, nazca de ella una cosa nueva. Si Él hace esto por un grano natural, lo hace aún más por un hombre.

El viejo Adán no es nada ante Dios, sino una semilla. Si él come bien y bebe bien, esto no representa ninguna ventaja para la gloria. Si el viejo Adán permanece tal cual es, si él no tiene en sí la gracia, está ya condenado, haga lo que haga. No nos atemos demasiado a nuestro cuerpo, en todo caso, tampoco conviene a la semilla que se la quiera conservar en buen estado hasta el día de las siembras.

¿Debe ser conservado este cuerpo? ¿Querríais que fuésemos al Cielo con nuestro cuerpo de Adán, con nuestro cuerpo y sus miserias? ¡Curioso Paraíso sería! Si el Paraíso no tuviera que ser otra cosa que el lugar de nuestros cuerpos renovados, esto sería una fuente de juventud, no un Paraíso. Esto sería una farsa. El auténtico Paraíso nos ha sido dado por la muerte de Cristo; no es una fuente de juventud, sino una glorificación, una transfiguración. Deberíamos meditar más sobre la resurrección del Hijo de Dios, ya que nuestra resurrección es de la misma naturaleza: nosotros resucitaremos por Él y en Él.

La rosa, el lirio, el alhelí, el anthericum se alimentan y beben de lo que viene de la tierra. Pero al mismo tiempo se alimentan de lo que viene de arriba: del rocío, de la lluvia. ¿No es ese su pan del cielo? Pero la forma en que se alimentan no nos es visible. Lo mismo ocurre con el hombre: la rosa en nosotros, nuestro cuerpo celeste, se alimenta también de lo que viene de arriba, de la mano de Cristo. Y así como la rosa se alimenta de rocío y lluvia, así se alimenta la nueva criatura del rocío que viene de arriba, pues el hombre es más que la rosa.

La naturaleza es rica en misterios, y la filosofía, la luz natural, nos permite reconocerlos; pero la filosofía no ha intentado nunca profundizar en la otra criatura; ella se ha conformado con conocer las cosas de este mundo.

Pero el verdadero filósofo debe pensar en el Cielo y en la tierra; pues el hombre no vive sólo de pan, sino también de la palabra que viene a nosotros por boca de Dios. En efecto, ¿Quién puede comprender cómo se alimenta una planta, cómo ella cura? Es inútil decir que ella tiene tal o cual virtud. Es Dios quien ha colocado en ella la fuerza curativa, allí donde Él ha querido y cuando ha querido.

Si queremos creer, conforme al Símbolo de los Apóstoles, en la resurrección de la carne, debemos comprenderla a partir del otro cuerpo, y no a partir del primero, del cuerpo de Adán; pues éste volverá al barro para la muerte eterna. El cuerpo sensible es como la sal sosa frente a la verdadera sal; no hay nada en él digno de gloria –es como el añublo en medio del trigo.

Todo lo que brilla no es oro, sino sólo el metal purificado de sus escorias y que ha sufrido la prueba del agua fuerte y del antimonio. Ésta es la prueba natural; pero hace falta mucho más cuando se trata del hombre de la nueva criatura. No es que el barro sea transmutado y cambiado en metal precioso, y así ennoblecido, sino porque el barro será separado de la perla como un accidente. Es la perla la que asegurará la glorificación, no porque de impura venga a ser pura, sino simplemente porque ella se encontraba albergada en lo impuro, como las estrellas en las tinieblas. Pero el cuerpo nuevo brillará aún más que las estrellas.

Cuando seamos así glorificados, es entonces cuando subiremos al Cielo para sentarnos a la mesa que el Padre que está en los cielos nos ha preparado allí, y compartir la comida con su Hijo. Por ello existe una diferencia entre la resurrección y la subida al Cielo. La resurrección consiste en la separación del cuerpo material y la entrada en posesión de un cuerpo inmortal. Los bienaventurados se encontrarán en el seno de Abraham; los reprobados, el purgatorio hasta que venga el día del juicio. Entonces los bienaventurados irán al reino de Dios y serán libres; entonces será suprimido el purgatorio y los que allí se encontraban irán al infierno. El sueño del que habla la Escritura en la espera de un lugar que no sabemos dónde se sitúa

El Cristo es para nosotros un ejemplo; que el hombre resucite al tercer día, a el primero, o mucho más tarde, no lo sabemos y no lo podemos saber; pero la resurrección de Cristo nos enseña que no se trata solamente de un acontecimiento único, sino de algo que nos concierne a todos. En efecto, si hubiéramos tenido que ir al Cielo con nuestro cuerpo de Adán, Cristo no habría tenido necesidad de encarnarse. Pero Cristo nos ha enseñado cómo obra el Espíritu; sólo va al Cielo lo que es del Cielo. Y nadie puede alcanzar la paz eterna si no ha nacido de Dios.

Por ello no debemos poner nuestra esperanza en nuestro cuerpo mortal. Pues incluso si le imponemos privaciones, no tendrá ninguna recompensa – ¡como si se tratase de hacer cálculos así!- Estas mortificaciones revelan más bien, la melancolía que es cosa humana y terrestre. Cristo dice sobre esto: “Ellos me honran con los labios”, es decir, actúan a partir de la melancolía. Los sanguíneos se hacen oír con cantos y órganos; pero sus oficios están lejos de Dios. Los biliosos querrían derramar su sangre; y los flemáticos recibir favores. Pero si esto fuera posible, los paganos y los turcos se volverían, también ellos, bienaventurados. La obra de Dios sería inútil; y nuestra fe también.

Pero no quedará más que el cuerpo espiritual. Es a partir de él que tenemos que ayunar y rezar, y comportarnos según la virtud, y no a partir de la demasiado humana, melancolía. Por ello conviene subrayar la diferencia entre los dos cuerpos. Nuestro cuero de Adán se separará del cuerpo tal como el fruto se separa del árbol.

Saludos cordiales, Jesús Rodríguez

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