viernes, 30 de abril de 2010

LOS ORÍGENES DEL CRISTIANISMO CARISMÁTICO Y APOCALÍPTICO (6)

Las comunidades carismáticas de los siglos I y II, el gnosticismo y el nacimiento de la teología cristiana.

La lectura atenta de los anteriores fragmentos nos aporta una idea muy diferente a la estructura piramidal de una única Iglesia monárquica y jerárquizada según el orden sacerdotal, que ha sobrevivido hasta nuestros días. En su interesante trabajo, de reciente publicación, el Dr. García Bazán nos muestra en dos capítulos un episodio poco conocido de la historia del Cristianismo : por una parte el proceso hacia el gobierno monárquico de la Iglesia, a partir de lo que parecían ser inicialmente colegios de presbíteros o consejos de ancianos, y termina su estudio con un capítulo dedicado a la comunidad carismática, y los problemas que este modelo de comunidad religiosa planteó, lo que le valió su progresiva desaparición.



Un claro ejemplo de comunidad carismática es sin duda la Iglesia de Corinto, que lleva a Pablo a la necesidad de ordenar los carismas o dones del Espíritu en distintos rangos o preferencias, a los que los carismáticos deben aspirar, tal como hemos transcrito más arriba de 1 Cor. 12: 27-31. Pero además, Pablo es mucho más exhaustivo a la hora de clasificar y poner un poco de orden a las distintas manifestaciones del Espíritu en la comunidad. En la misma carta 1 Corintios, en el capítulo 14, Pablo insiste en que es bueno el don de lenguas, pero es mejor el de profecía, pues el que habla lenguas “se edifica a sí mismo”, pero el que habla en profecía “edifica a toda la comunidad”, ¿de qué está hablando Pablo, qué es el don de lenguas y qué es el don de profecía? El que habla lenguas emite unos sonidos ininteligibles, en sentido literal, pues el intelecto (noûs) no es capaz de comprender las palabras del poseído por el Espíritu y que habla en una lengua extraña, una lengua que es la del Espíritu y los ángeles, sonidos incomprensibles para la gente “no iniciada” (idiôtês). El único testimonio que se nos ha conservado de esta extraña lengua “espiritual” o glossolalia nos llega a través de los textos de magia gnósticos contenidos en El libro del gran discurso iniciático o Los dos libros de Ieu , donde Jesús revela los distintos lugares del cosmos y las fórmulas mágicas y sellos necesarios para atravesar dichos lugares y “encantar” a los vigilantes de los mismos, en una línea realmente muy egipcia. De este tipo de lenguaje, con nombres misteriosos de ángeles y espíritus y sonidos sin sentido están llenos los papiros de magia griegos, que no son más que vulgarizaciones de liturgias y rituales sacerdotales, en franca decadencia. Pues bien, Pablo contempla, en los años 50 del siglo I, la posibilidad de que en la asamblea (iglesia) de los cristianos, hayan muchos que hablen estas extrañas lenguas, así como otras personas que interpreten dichas lenguas. Ahora bien, Pablo finalmente pone un límite para el bien de la comunidad, para que no parezca la iglesia en cuestión algo así como un manicomio: “Si alguno habla en lenguas, que sean dos o a lo más tres, y por turno, y uno solo interprete; y si no hay interprete, cállese en la iglesia, y para sí mismo hable y para Dios” (1 Cor. 14: 27-28). Uno se puede imaginar una asamblea llena de gente que emite sonidos extraños, lo que realmente nada tiene que ver con las modernas iglesias católicas. Por otra parte, estimula a los miembros de la iglesia a que todos profeticen, y además que lo hagan por turnos, pero aquí sin restricciones (1 Cor. 14: 31), pues el que habla proféticamente, edifica a toda la comunidad. Este es un don del Espíritu que Pablo tiene en gran consideración, pero que a la larga no estará también exento de problemas.
Aunque de difícil datación, la Didaché o Enseñanza de los doce apóstoles fue un texto muy divulgado en todo el medio cristiano. Se suponía escrito por los mismos apóstoles y contiene distintas reglas, tanto de vida, como litúrgicas. Generalmente se ubica su redacción en la forma que nos ha llegado, en torno al año 70 del siglo I. En estas fechas, en las que Pablo ya había desaparecido, el don de profecía ya comienza a ser un problema, tal como pone de manifiesto esta obra: si bien, todavía valora el rol de los profetas en las iglesias, sin embargo, comienza a dar instrucciones de cómo identificar a un verdadero de un falso profeta: “no todo el que habla en espíritu es profeta, sino el que tiene el modo del Señor. Así pues, por el modo se discernirá al falso profeta y al profeta. Además, todo profeta que manda en espíritu poner una mesa, no come de ella; en caso contrario, es un falso profeta. Igualmente, todo profeta que enseña la verdad, si no practica lo que enseña, es un falso profeta… Pero el que dijere en espíritu “dame dinero” o cosas semejantes, no lo escuchéis” (Didaché XI). Esto pone de manifiesto que pocos años más tarde de la desaparición de Pedro y Pablo en Roma, la cuestión de los profetas itinerantes comenzaba a ser problemática, pues algunos venían a pedir incluso dinero, lo cual, por otra parte, no era extraño en aquel mundo, donde, no se olvide, el sacerdocio y sus práctica mágicas paganas, entre las que se incluía, muy especialmente, el oráculo y la profecía, eran remuneradas; a los oráculos se les ofrecían todo tipo de primicias y bienes, incluso dinero, y desde luego alimento, que luego se ofrecía a las estatuas de los dioses.
El rechazo, finalmente, de la práctica profética entre los cristianos, se muestra claramente en otra obra de mediados del siglo II, según datación del canon Muratori: El pastor de Hermas. En dicha obra ya se muestra una clara hostilidad frente a los profetas, a los que se muestra como adivinos y paganos, que engañan a los simples, igualmente enreda a los débiles y les habla en los rincones, ahora bien, hay verdaderos profetas entre los hombres justos, que se dirigen a éstos en la asamblea, que cuándo eleva a Dios su oración, “entonces el ángel del espíritu profético que se encuentra junto a él llena a ese hombre, y, al llenarlo, el hombre habla a la muchedumbre por el espíritu santo, tal como el Señor lo quiere” (El Pastor de Hermas, Mand. XI, 9). Por tanto, en el siglo II, a los profetas ya se les comenzaba a mirar con desconfianza, y este segundo don del Espíritu Santo, comenzaba a interpretarse de forma poco menos que alegórica. Algún hombre sabio que dirigía algún sermón o discurso que sonara muy piadoso o conforme a los usos de la comunidad, podía respetársele como a un verdadero profeta.
Así vemos como los carismas, el misterioso don de lenguas y el don de profecía, van poco a poco diluyéndose, en una Iglesia que mira con mayor respeto e interés a la ordenación jerárquica de presbíteros y obispos, que a las espontáneas manifestaciones del Espíritu Santo. Y es que efectivamente, tal como apunta el Dr. García Bazán, esta pérdida de interés por los dones del Espíritu Santo, que definen bastante al grupo de cristianos, tal como lo describen los Hechos de los apóstoles, se desarrolla en paralelo con el creciente incremento de influencia y poder del episcopado, cuyo caso paradigmático es el episcopado romano, tal como muestran las cartas pseudo-clementinas, y sobre todo a partir del obispo romano Higinio, al que se le atribuye la organización jerárquica del clero romano. El colegio de presbíteros (del griego presbites, que significa literalmente anciano), inicialmente los “ancianos” o los sabios de la comunidad eran los encargados de la liturgia (leiturgía o ministerio, es decir, el servicio a la comunidad), controlados por un vigilante o epískopos. Lo cierto es que esta estructura, formada por presbíteros y obispos, encargados de la liturgia o el ministerio, se impuso a la forma más arcaica de los apóstoles y los profetas itinerantes, que llegaban a las comunidades carismáticas, donde no había ni unidad de gobierno, ni de liturgia, ni de textos fuente. La unidad de gobierno parece que ya se fue estableciendo en la época de los mismos apóstoles, tal como se narra en la cartas de Pablo o en los Hechos, o incluso en el Evangelio de Mateo, donde se designa la primacía de Pedro sobre la Iglesia. En torno al año 95 el obispo de Roma, Clemente, envía su famosa carta a la comunidad de Corinto, en la que les exhorta a la obediencia a los presbíteros. Corinto es un ejemplo claro de comunidad carismática, que fue fundada por Pablo, en los textos transcritos de la primera carta a los corintios vemos que aquellos cristianos eran muy dados a la profecía y a hablar en lenguas. No es de extrañar que fuera una comunidad díscola y refractaria a toda imposición jerárquica, y que se revelasen unos años más tarde contra los presbíteros. Lo interesante es comprobar como es precisamente ya el obispo de Roma Clemente quien llama al orden a aquella comunidad, llena de personas “envidiosas” y poco dadas a la obediencia y a la hospitalidad. En cuanto a la unidad litúrgica, los presbíteros eran los encargados de la liturgia, por lo que el intento de control por parte de Roma de los presbíteros supone también el intento de unificar la liturgia, la autoridad con la que habla Clemente, le viene del mismo Dios: “Si algunos desobedecen a lo que ha sido dicho por Él por medio de nosotros, sepan que se ligarán a una falta y peligro no pequeño” (Carta de Clemente a los corintios 59: 1).
Otro testimonio de la existencia de disensiones en algunas iglesias, provocadas por las dificultades en la convivencia entre cristianos que seguían al ministerio y los que lo hacían a los carismas, son las cartas de Ignacio de Antioquia, ferviente partidario del ministerio, que encarnan el obispo, el colegio presbiteral, a los que compara con Jesucristo y sus apóstoles, y a los diáconos. En su camino hacia Roma para ser martirizado, en torno al año 117, Ignacio escribe a varias iglesias felicitando o reprobando su mayor fidelidad a la jerarquía. Parece que él mismo padeció en la iglesia de Antioquia una fuerte controversia que terminó con su detención y su envío a Roma para ser devorado por las bestias. Suponemos que el obispo antioqueno estaría bastante sensibilizado con el problema, que denuncia en la iglesia de Filadelfia, al igual que unos años antes, Clemente, obispo de Roma, denunciaba la expulsión de los presbíteros de la iglesia de Corintio, donde se habían impuesto los partidarios del carisma, ahora en Filadelfia parece que pasa exactamente lo mismo. Esta discusión entre dos maneras radicalmente diferenciadas de entender el cristianismo fue algo común en varias iglesias. Los partidarios del ministerio defendían la jerarquía, formada por el obispo, que Ignacio identifica con Jesucristo, el colegio presbiteral y los diáconos; estos cristianos tienen su plaza fuerte en Roma, defienden el orden en la iglesia y la obediencia (carta de Clemente a los corintios). Los ministeriales hablan de la unidad de la iglesia y de la unidad de la liturgia, una sola voz y un solo culto al Dios único. Finalmente, se caracterizaban por un rigorismo ético y una aceptación del martirio (carta de Ignacio a los romanos). Por su parte, los carismáticos mantenían una postura de libertad frente a todo tipo de jerarquía, rechazaban a los obispos y presbíteros, mantenían un relativismo ético y rechazaban el martirio, por supuesto no están de acuerdo con la unidad de la iglesia, aunque nada hace suponer que negaran la unidad del Espíritu que la inspira, tal como afirma Pablo en 1 Cor. Desde el punto de vista litúrgico mantenían una clara inclinación hacia los misterios y la diversidad de iniciaciones, lo que supone que en algunas iglesias hubieran diferentes maestros e iniciadores en diversos misterios, a los que Clemente acusará de envidiosos, frente al progresivo control que los obispos y presbíteros irán desarrollando sobre las iglesias. El rechazo al martirio vendrá por la creencia en que Jesucristo no padeció en la carne, sino que de forma aparente, el famoso “docetismo”, que mantenía que el cuerpo y la carne de Cristo eran solo aparentes, esta postura doctrinal será atacada ya en las cartas de Juan, y su condena será reiterada por Ignacio de Antioquia y Policarpo de Esmirna. Distintas comunidades se inclinaban hacia esta postura doctrinal docetista, que será asumida plenamente por los gnósticos. Los carismáticos, siguiendo la tradición sapiencial que hemos descrito, acogerán la idea de que la Sabiduría es fruto del contacto directo con el Espíritu Santo, y que éste aporta una gnosis, un conocimiento real del mundo. Por tanto, podemos incluir a los gnósticos entre los grupos carismáticos, lo que sucede es que el gnosticismo se fue sofisticando mucho en los siglos II y III, hasta constituir verdaderas escuelas de conocimiento, con sus propios misterios e iniciaciones, muy diferentes a los de la Iglesia ministerial. Hay que indicar que esta Iglesia ministerial tiene otros frentes abiertos, no solo los carismáticos amenazan su unidad, sino que también ciertas corrientes judaizantes, que todavía tienen muy fresca su herencia judía y tienen poco clara la distinción entre cristianos y judíos (carta de Ignacio a los magnesios).
Por último, la Iglesia ministerial incluso se verá en la necesidad de unificar las fuentes reveladas, esto ya será una clara reacción contra los gnósticos, y sobre todo contra las tendencias marcionitas de delimitar las fuentes verdaderas. Veremos a Irineo de Lyon en la segunda mitad del siglo II, ponerse manos a lo obra de selección de los Evangelios que deben seguirse y leerse en la liturgia, y cuales deben ser rechazados incluso como heréticos. Así, llegaremos a las puertas del siglo III con Tertuliano y la Escuela de Alejandría, donde veremos aparecer los primeros escritos verdaderamente teológicos, y que en su mayoría proceden de la necesidad de justificar la fe de la gran Iglesia ministerial, frente a los distintos grupos de gnósticos, muy fuertes todavía en este siglo. En el siglo IV aparece una nueva corriente: el Maniqueísmo, heredera en parte de tendencias judeo-cristianas bautismales de los Elcasaitas y en parte del gnosticismo sirio de Bardesanes. Carismáticos, gnósticos y maniqueos reivindicarán algunos de los textos epistolares de Pablo, en especial la primera Carta a los corintios, que confirma la libertad de la fe y en los carismas del Espíritu de la Sabiduría, pues el contacto directo con dicha fuente divina, excluye la necesidad de toda otra autoridad, tanto de obispos, como de colegios de presbíteros y liturgos, y cualquier otro ministro o diácono, prefiriendo una iniciación libre y directa a través del Espíritu Santo en los misterios cristianos, que una liturgia dirigida y presidida por ciertas jerarquías que ya no imparten y transmiten el Espíritu Santo, tal como relataban los Hechos de los Apóstoles.


(Fin).

Juan Almirall

LOS ORÍGENES DEL CRISTIANISMO CARISMÁTICO Y APOCALÍPTICO (5)

Pablo y la tradición gnóstico - sapiencial

Tal como hemos visto Pablo es un fariseo, que además se reconoce como tal , “educado a los pies de Gamaliel conforme a la estricta observancia de la ley de Dios” (Hech. 22: 3), lo que significa que perteneció a una escuela sapiencial de los fariseos, donde recibió su formación como judío en la estricta observancia de la ley, tal como se reconocía a los fariseos. De hecho, la palabra fariseo o “perisha” significa “el que se separa” o que se mantiene alejado de las cosas y personas impuras . Fariseos y esenios eran dos sectas judías que habían interpretado las prescripciones y reglas de vida que la Toráh impone a los sacerdotes y levitas, como reglas de vida universal, cuya estricta observancia era lo único agradable a Dios. A algunas facciones de esenios, como los de Qumrán, los llevó a aparterse de la vida mundana y alejarse de Jerusalén y su Templo, que veían como excesivamente impuros. Sin embargo, los fariseos, pese a mantenerse apartados de las cosas que consideraban impuras, se erigieron en verdaderos rabinos y maestros del pueblo, guías de los judíos, ocupando puestos importantes en las sinagogas, y tal como vimos, en el siglo I de nuestra era, muchos fariseos y rabinos de esta secta, formaban parte del alto Tribunal del Sanedrín. A esta secta judía pertenecía Pablo, y como maestro y guía espiritual de los judíos, intenta transmitirles un nuevo mensaje de salvación, sobre la resurrección de los muertos, cuestión que igualmente era objeto de las doctrinas fariseas (Hech. 23: 7-9). Esta nueva doctrina de salvación consistía básicamente en la recepción del Espíritu de la Sabiduría, tal como hemos visto en el Libro de la Sabiduría, Espíritu que Pablo identifica con el Cristo o el Mesías, que es la misma cosa, solo que en lenguas diferentes .



El estrecho vínculo de Pablo con la tradición sapiencial y la cuestión de la sabiduría divina quedan claramente planteados en el prólogo de 1 Cor. 19 y ss., que comienza con una cita de Is. 29:14: “Destruiré la Sabiduría de los sabios, y el entendimiento (sýnesin) de los inteligentes (synetôn) desecharé.” Luego el apóstol se pregunta por los sabios y la Sabiduría, entendemos que se refiere a los sabios de Israel, de los que el rey Salomón es el guía y maestro, y la Sabiduría de la tradición sapiencial judía, que experimenta importantes transformaciones, desde el más antiguo libro de Proverbios, hasta la máxima culminación de la Sabiduría como diosa hermana y esposa de Dios, en el judaísmo de Alejandría.
Más adelante (1 Cor. 1:24) Pablo identifica a “Jristòn theoû” con una “dýnamin kaì theoû sofían”. Es pues el Cristo del Dios padre, es decir el mesías o ungido de Dios, una potencia (“dýnamis”) de Dios, y la Sabiduría de Dios, en el más puro estilo filoniano, o tal como la presenta el libro alejandrino de la Sabiduría, escrito por los filósofos-sabios de Israel, la diosa Sabiduría del judaísmo egipcio, que pasa a ser encarnada por Jesucristo: Cristo Jesús se ha hecho sabiduría (egenêthe sofía) para los cristianos (1 Cor. 1:30). Pablo distingue a la dýnamis de Dios, es decir, la Sabiduría, de la sabiduría de los hombres, insistiendo en tal distinción, pues la de los hombres es locura, y la Sabiduría de Dios es dýnamis y la encarna Cristo Jesús, el Hijo, que además es un “misterio”, retomando de nuevo la terminología filoniana sobre los “misterios” e iniciaciones divinos, muy en la línea de la religiosidad pagana. Esta doble distintición entre sabiduría humana y Sabiduría divina, es equivalente a la distinción entre los hombres “pneumáticos” y los hombres carnales, pues Pablo se encuentra inmerso en la polémica de los judíos de esta época, que arrastran los crisianos, sobre la necesidad de la circuncisión en la observancia de la Ley. La visión más universalista de Pablo rechaza este precepto legal, pues el apóstol lo interpreta como una circuncisión espiritual, sin necesidad que se materialice en la carne. Por ello, Pablo distingue a los circuncidados según el Espíritu y los circuncidados según la carne, tema que es desarrollado, sobre todo en la Epístola a los romanos, la fe en Cristo abroga de esta manera la Ley, al menos en la cuestión de la circuncisión, y crea una nueva alianza con Dios por la nueva fe, que básicamente consiste en la recepción del Espíritu de Sabiduría, y la constante vivencia en la obediencia a las revelaciones del Espíritu.
“Sabiduría empero hablamos entre los perfectos (toîs teleíois), sabiduría empero no de este eón, ni de los arcontes de este eón, los que van desapareciendo; sino que hablamos de Sabiduría de Dios en mystêríô, la oculta (apokekrymménên), que predestinó Dios antes de los eones para gloria nuestra, que ninguno de los arcontes de este eón ha conocido” (1 Cor. 2:6-8), como puede verse el lenguaje de Pablo es completamente gnóstico. Y a continuación, pasa de Sofía al Pneûma, es decir, al Espíritu de Dios, que es quién sondea las cosas de Dios, quien conoce (égnôken) las cosas de Dios, está hablando claramente de una gnosis divina, es decir, de una sabiduría que es pneûma y que es Cristo Jesús. Por tanto, en este prólogo de 1 Cor. Pablo identifica al Hijo con el Espíritu y con Sofía, como portadores de gnosis. Dios, el Señor Kyríou, aparece identificado con el Noûs, en el más puro estilo del Platonismo medio de la época, encarnado, en tiempos de Pablo, sobre todo, y una vez más, por Filón de Alejandría. E igualmente, los cristianos, seguidores de las revelaciones de Pablo y los otros Apóstoles, posen el Noûs del Cristo. Lo que justificará la denominación clásica, propia de la filosofía platónica y hermética, de Cristo el Noûs, al que los autores herméticos llaman Poimandres, es decir, pastor de hombres, o en la obra apocalíptica de Hermas, directamente, Poimen, el Pastor. Lo que no hace más que continuar con la tradición judía de asociar la literatura apocalíptica con la sapiencial, a la que podemos denominar “gnóstica”, pues la literatura sapiencial, de época helenística, tiene por objeto, no solamente la fidelidad a la Ley, sino que además se interesa por el conocimiento de la verdad, lo que es fruto de la traducción griega de la palabra hebrea 'émet, que tiene un significado de “fidelidad”, por alêtheia, con un valor más epistemológico, en la Septuaginta, utilizada por Pablo y los fariseos de la Diáspora que, en general, hablaban en griego .
La conclusión más clara que se sigue de estos textos paulianos no es otra que la transmisión de una tradición sapiencial en forma de gnosis, que justifica perfectamente el carácter espiritual o pneumático de las comunidades carismáticas primitivas, que más adelante estudiaremos con detalle. La comunidad carismática es descrita igualmente en la primera Epístola a los corintios, allí Pablo nos habla de los dones que reciben las personas que han entrado en contacto directo con el Espíritu, gracias a la intercesión de los apóstoles y por tradición e imposición de manos. “Existen diversos dones, pero es el mismo Espíritu” (1 Cor. 12: 4), Pablo quiere decir con esto, que todo aquello que hacía Jesucristo, ahora lo van a hacer aquellos que han recibido su Espíritu, el Espíritu de Jesucristo, que, como ya dijimos, es Espíritu de Sabiduría. Y el primero de los dones que otorga el Espíritu de Sabiduría es “lógos sophías”, es decir, “palabra de sabiduría”, el que recibe al Espíritu recibe la gnosis, el conocimiento de la Sabiduría divina, el conocimiento de la creación; el segundo don es “lógos gnôseôs” palabra de conocimiento, por tanto, la recepción del Espíritu tiene que ver con la ciencia y la filosofía natural, es decir, con el conocimiento del cosmos, del universo. Ya dijimos que Sabiduría es el Alma del mundo, aquel misterio que los filósofos aristotélicos se empeñaban en desentrañar contemplando la naturaleza, y que los platónicos descubrían por medio de la dialéctica, es decir, por medio de la metafísica. Pablo y la tradición sapiencial judía, proponen la posibilidad de un contacto directo con el Espíritu de Sabiduría, como la manera más rápida y efectiva de conocer al Alma del mundo, de conocer el cosmos. Es por tanto, una revelación científica la que se produce por la efusión del Espíritu del Cristo en una persona. Palabra de Sabiduría y palabra de gnosis son los dos primeros dones o carismas del Espíritu, por tanto, según Pablo, el que recibe el Espíritu tiene que ser, necesariamente, un gnóstico o un espiritual. Podemos afirmar, pues, que sólo los gnósticos comprendieron efectivamente el significado de la verdadera revelación del Espíritu cristiano, tal como Pablo la presentaba.
Pero continuemos con los dones o carismas del Espíritu según 1 Cor. 12. Otro carisma es la fe “pístis” en el mismo Espíritu, el siguiente “jarísmata iamátôn” dones de curación, como el Cristo que curaba a los enfermos, los que han recibido su Espíritu pueden hacer lo mismo que él hizo; otros dones son “energêmata dynámeôn” es decir, la realización de potencias, hay cristianos que tienen poderes para hacer prodigios y milagros, al igual que el maestro; otro importante don es el de profecía, y de ahí que los cristianos incluyan igualmente las revelaciones apocalípticas de los sabios de Israel, entre los poderes que otorga su Espíritu. El cristiano también obtiene la posibilidad de discernir espíritus (diakríseis pneumátôn), aquí incluye Pablo las doctrinas demonológicas de los fariseos, de donde los gnósticos encontrarán la base cristiana para construir su mitología de los arcontes de los eones, pues, tal como hemos visto, Pablo ya hablaba de estos arcontes, que consideraba espíritus del aire malignos, identificados con los eones, que no son otra cosa que el movimiento circular de los planetas y la bóveda celeste, según las cosmologías platónicas. Un eón no es un “siglo”, son períodos de movimiento circular de las esferas u orbes planetarios, que son en total siete. Ya hemos apuntado, que la revelación de la gnosis nos aporta, principalmente un conocimiento del cosmos, del Alma del mundo. Pues bien, a los orbes planetarios se refiere Pablo cuando habla de los eones, y sus arcontes no son otra cosa que los planetas, y los demás espíritus que se mueven en dichos orbes. Y por último, el Espiritu otorga también diversidad de lenguas (génê glôssôn) e interpretación de lenguas (hermêneía glôssôn). Estos son todos los dones o carismas que otorga el Espíritu a los miembros de las ekklesias o iglesias cristianas. Se hace difícil imaginar que este sea el verdadero modelo de iglesia o asamblea cristiana, un grupo de personas reunidas en círculo, como las ekkleias o asambleas de los ciudadanos de las antiguas polis griegas, es decir, en un plano de completa igualdad, sin jerarquías, más que los apóstoles que imponen las manos y transmiten el Espíritu, pero que como son unos pocos van de aquí para allá, creando nuevas iglesias. Pues bien, en este grupo de personas cada uno recibe uno o varios de los dones del Espíritu, y forman el nuevo “Cuerpo de Cristo”. Terminamos esta epígrafe con una cita todavía más interesante que corrobora lo expuesto:

“Vosotros sois el cuerpo de Cristo (sôma Jristoû), y miembros en parte (mélê ek mérous). Y Dios puso a unos en la asamblea (ekklêsía) primero apóstoles, segundo profetas, tercero maestros (didaskálous), después poderes (dynámeis), después dones de curación, de asistencia (antilémpseis), de gobierno (kybernêseis), de géneros de lenguas (génê glôssôn), ¿acaso todos son apóstoles? ¿acaso todos profetas? ¿acaso todos poderes? ¿acaso todos dones de curación? ¿acaso todos hablan en lenguas? ¿acaso todos interpretan?” y termina el Apóstol Pablo con la exhortación: “¡Aspirad a los mejores dones!” (1 Cor. 12: 27-31).


(Continuará).

Juan Almirall

LOS ORÍGENES DEL CRISTIANISMO CARISMÁTICO Y APOCALÍPTICO (4)

Sabiduría y gnosis judaica

Existe una gnosis judaica de la que nos habla el Dr. Montserrat en su estudio sobre los gnósticos . En su introducción hace una breve alusión a diferentes textos gnósticos y autores, que eran judíos y a los que se les puede incluir en el conjunto más amplio de los llamados gnósticos, entendiendo por tales a un grupo heterogéneo que tiene un lenguaje semejante y manifiesta unas ideas determinadas sobre la sabiduría y el cosmos. Baste en una primera aproximación apuntar que efectivamente hay textos gnósticos judaizantes y que consisten en una exégesis del Antiguo Testamento. El Dr. Montserrat habla de los textos de Nag Hammadi siguientes: Hipóstasis de los arcontes y el Tratado sobre el origen del mundo, a los que, sin duda, hay que sumar El trueno: intelecto perfecto . Estos son los principales textos gnóstico-judaicos, y entre los personajes que se citan como tales, estarían Cerinto, Dositeo, Simón el mago y un tal Menandro. Hay otras corrientes gnósticas que se encuentran a medio camino entre la gnosis judaica y la gnosis propiamente cristiana, como la de Valentín o Marción, estas corrientes o escuelas que son varias, destacamos los gnósticos de Barbeló, que identifican a Barbeló con la Sabiduría, los ofitas, los naasenos y setianos o los cainitas, todos ellos encuentran una mayor inspiración en los textos del Antiguo Testamento que en el Evangelio.



Lo que ninguno de los estudiosos parece considerar son las evidentes conexiones entre los textos gnósticos y sus doctrinas, y la tradición sapiencial, sobre todo, del libro de la Sabiduría, que sin duda se puede considerar un claro antecedente de la gnosis judaica. La literatura sapiencial, que incluye la literatura didáctica contenida en máximas y proverbios, así como la literatura apocalíptica, presenta a la sabiduría como una necesidad que sobreviene al hombre que busca conocer la creación, la obra de Dios. En principio no es a Dios al que se busca a través de su creación, sino que es a la creación misma, la que aspira a conocer el sabio, la sabiduría, que es expresión de la potencia creadora y ordenadora de Dios, tal como las presenta Filón de Alejandría, ya que suponen el orden que ha establecido Dios en el cosmos, es el mayor tesoro, según esta literatura sapiencial, dado a los hombres. La sabiduría es, por tanto, el orden del cosmos, las fuerzas y leyes que rigen el cosmos, entendido como creación divina, que no es otra cosas que el objeto de toda ciencia, es decir, de toda gnosis. Esta literatura incluye el conocimiento o gnosis del cosmos, así como de la historia universal, en particular la apocalíptica se centra en su aspecto escatológico . Es frecuente por tanto, la aparición de la Sabiduría personificada como una mujer, “la Sabiduría se ha edificado una casa, ha labrado siete columnas, ha matado las reses, mezclado el vino y puesto la mesa” (Prov. 9: 1-2), “el que guarda la Ley alcanza la Sabiduría, que le saldrá al encuentro como una madre y lo recibirá como la esposa de la juventud” (Eclo 15: 1-2). Sin embargo, esta Sabiduría de los libros sapienciales es solo una criatura, un don de Dios, como dice Gerhard von Rad, “habrá que esperar al libro de la Sabiduría – fiel representante, en infinidad de aspectos, de la tradición doctrinal palestinense – para apreciar, concretamente en este punto, una desviación de la línea tradicional y un paso decisivo hacia la divinización de la sabiduría en un marco de especulaciones mitológicas” .
Estamos de acuerdo con Rad en la idea de que es en el Libro de la Sabiduría donde ésta aparece divinizada, como una hipóstasis divina, en el marco de una nueva mitología, al menos con relación al resto del ciclo sapiencial. Se trata de un libro escrito, con seguridad en Egipto y en particular Alejandría, entre los años 100 a.C. y 40 de nuestra era. Lo que no nos parece tan evidente es que el libro de la Sabiduría sea un fiel representante de la tradición doctrinal palestinense, sino que más bien, nos parece que se trata de una tradición algo extraña a la concepción judía, pues presenta a la sabiduría como diosa, como compañera de Dios, muy en la línea de las concepciones alejandrinas de la diosa pagana Isis. De hecho el Dr. Quispel encuentra claros paralelismos entre la aretalogía de Isis y esta obra tardía de la literatura sapiencial, la caracterización de la sabiduría que presenta Filón de Alejandría o incluso con El trueno: intelecto perfecto gnóstico .
Podemos ofrecer como conclusión la idea de la existencia de una gnosis judaica muy vinculada a la tradición sapiencial, que se aproxima mucho a la tríada pagana Serapis-Isis-Harpócrates, en la ciudad de Alejandría. No olvidemos que en esta ciudad el imponente Templo del Serapeum, con su biblioteca y sus escuelas filosóficas, dedicadas por otra parte al estudio del cosmos, irradiaba una cierta concepción muy sólida del cosmos y de la teología, que seguramente influyó, no solamente a los sabios judíos, que se aproximarían con seguridad a las escuelas filosóficas del Serapeum, sino también a la gnosis que comenzaría sus desarrollos mitológicos en ésta época, y con seguridad bajo la influencia egipcia.
Tenemos pues el libro de la Sabiduría que debe ser tomado como manifestación de la corriente sapiencial en el siglo I de nuestra era, y como antecedente más directo de la gnosis tanto judaica como cristiana. Libro que está incluido en los textos que comprenden la versión griega de la Biblia, la Septuaginta, y que pasará al canon cristiano, pero no al canon de libros sagrados del judaísmo tras la segunda destrucción del Templo. Pues bien, en dicho libro, la sabiduría aparece como espíritu de Dios: “invoqué, y me vino un espíritu de sabiduría (epekalesámên, kaì êlthén moi pneûma sofías), Sab. 7: 7, en este fragmento tenemos tanto al espíritu como a la epíclesis del ritual de la eucaristía cristiano, la invocación y la manifestación del espíritu como revelador de la sabiduría, es decir de una gnosis, un conocimiento sobre los seres y el cosmos: “que el fue quien me dio gnosis verdadera sobre los seres para conocer la trabazón del cosmos y la actividad de los elementos…” (Sab. 7: 17) Por tanto, es la Sabiduría, o más bien el Espíritu de Sabiduría el que revela la gnosis, el conocimiento verdadero sobre la creación, esto es el cosmos. Esta Sabiduría es la que convive con Dios y a la que ama Dios por encima de todo, pues es iniciada en la ciencia de Dios y es adepta a sus obras. Esta Sabiduría es muy similar a la Isis que nos presentan Apuleyo de Madaura en su aretalogía final del libro “Metamorfosis” o como la presenta Plutarco de Queronea en su “Isis y Osiris”, una diosa, por otra parte, muy próxima a la Deméter y Perséfone eleusinas, relacionadas con los misterios y la epopté, no en vano se representa a Isis sentada con un niño en sus faldas que se lleva el dedo índice a la boca en señal de silencio, de secreto iniciático. Estas diosas se identificarán de la mano de los filósofos platónicos con la Naturaleza, con el Alma del mundo, el cosmos mismo. Por ello Sofía, Isis, es el Alma del mundo, la primera y más querida creación del dios Demiurgo.


(Continuará).

Juan Almirall

LOS ORÍGENES DEL CRISTIANISMO CARISMÁTICO Y APOCALÍPTICO (3)

La tradición sapiencial

El Antiguo Testamento es un conjunto heterogéneo de libros, que recoge lo que podríamos llamar distintas tradiciones del pueblo de Israel, en distintos momentos de su historia. Si en esencia el Pentateuco o la Torah son los libros principales del A.T., pues recogen lo que en Oriente se entiende por Ley, en un sentido tan amplio como la expresión de la actividad creadora del Dios demiurgo, no fue menos importante, la tradición profética. Una tradición que comienza con el exilio de Babilonia, y termina poco antes del período helenístico. Sin duda la literatura bíblica, también refleja los cambios que se produjeron en la cultura humana, a partir de la formación del Imperio de Alejandro, es decir, la helenización de todo el mundo conocido. Si en el ámbito de la filosofía, asistimos al cambio de la filosofía de la polis, a una filosofía más cosmopolita, influida, sobre todo, por las concepciones lógicas y epistemológicas de Aristóteles, en el estoicismo, en el ámbito de la producción literaria judía, vemos como gana terreno un tipo de literatura de carácter sapiencial. Esta literatura sapiencial es, de alguna manera, equivalente a la literatura filosófica de los griegos, y podemos añadir de los latinos, al menos desde Cicerón.



El objeto central de la literatura sapiencial es la Sabiduría. Un concepto bastante próximo al griego: Filosofía, lo que sucede es que en el ámbito cultural de los judíos, esta “filosofía” sapiencial estaba fuertemente tintada de elementos religiosos, o más bien “legales”, en el sentido que para los judíos tenía la Ley. Por tanto, el componente ético, al igual que las escuelas helenísticas, tenía un gran protagonismo en el seno de esta Sabiduría judía. Por tanto, el componente ético que se desprende de una interpretación “legalista” de la Escritura, es el tema principal de la literatura sapiencial, que además tiene una evidente dimensión soterológica, dado que la salvación se encuentra reservada para aquellos que observan la Ley con seriedad y rigor. Esta dimensión ética, coincide con el planteamiento de las escuelas filosóficas desde su origen, y desde luego con las escuelas filosóficas helenísticas, como la estoica. En palabras de P. Hadot: “nunca hay ni filosofía ni filósofos fuera de un grupo, de una comunidad, en una palabra, de una “escuela” filosófica y, precisamente, esta última corresponde entonces ante todo a la elección de cierta manera de vivir, a cierta elección de vida, a cierta opción existencial, que exige del individuo un cambio total de vida, una conversión de todo el ser y, por último, cierto deseo de ser y de vivir de cierto modo. Esta opción existencial implica a su vez una visión del mundo, y la tarea del discurso filosófico será revelar y justificar racionalmente tanto esta opción existencial como esta representación del mundo” . Por ello junto a una dimensión ética, es decir, una determinada manera de vivir conforme a unas reglas adoptadas por el grupo o la escuela, se encuentra una determinada cosmovisión, que justifica la elección de la regla de vida. En el caso del judaísmo ello es claramente así por razones religiosas, la Ley es la regla de vida dada por Dios, por tanto, no se trata de una opción escogida libremente por el individuo, sino que se trata de la razón de ser de la religión judía: obediencia y temor de Dios, como únicas vías soterológicas. En definitiva la salvación es lo que realmente preocupaba al individuo, emancipado de la polis, y que busca su papel en el nuevo cosmos, surgido del Imperio de Alejandro. Por tanto, la cuestión central del judaísmo sapiencial que toma forma en el mundo helenístico, es la dimensión ética, el posicionamiento del individuo frente a la Ley divina, pero además, comienza a introducirse un discurso teórico y filosófico sobre la cosmovisión de los sabios judíos, que, no perdamos de vista, trae igualmente causa de la Torah, en particular del relato sobre la Creación, que es obviamente, una cuestión de primer orden en el ámbito teórico-filosófico. La filosofía nace precisamente como respuesta a la pregunta por el arjê o principio del cosmos, a lo que los judíos responden con la doctrina del Génesis: la actividad creadora de un único Dios, que además, gobierna el cosmos desde el origen. Una doctrina, con ciertos paralelismos al estoicismo, sobre todo en la cosmovisión dualista, de un mundo regido por el Lógos, es decir, por la razón o palabra, que ordena y gobierna sobre la marcha del cosmos.
La literatura sapiencial define la Sabiduría como un conocimiento, o una gnosis, sobre el cosmos que rodea al hombre y que revela la actividad demiúrgica y la propia ley divina, en Sab. 7, 17-22: “Que Él fue quien me dio conocimiento (gnosis) auténtico de los seres para saber la trabazón del cosmos y la actividad de los elementos; el comienzo, el final y el medio de los tiempos, las alteraciones de los solsticios y los cambios de estación, los ciclos del año y las posiciones de los astros, la naturaleza de los animales y la bravura de las fieras, la violencia de los espíritus y los razonamientos de los hombres, las variedades de plantas y las virtualidades de las raíces, todo lo que existe, oculto o manifiesto conocí; ya que la Sabiduría, artífice de todo, me lo enseñó” . En esta enumeración tenemos una clara definición de la “gnosis” sapiencial, revelada por la Sabiduría al sabio judío. Como puede verse coincide, en términos generales, con el objetivo de la actividad “teorética” o contemplativa, que propone Aristóteles a lo largo de su extensa obra científica. La diferencia, sin embargo, entre la actividad de Aristóteles y el conocimiento de los sabios judíos, es que el primero dedica su vida a la observación de la naturaleza, e intenta desentrañar sus misterios a fuerza de su razonamiento y capacidad analítica, mientras que los sabios judíos, como en general muchos otros sabios, buscan la conexión directa con el Espíritu de la Sabiduría, para que sea Él mismo quien revele los misterios del cosmos, pues el contacto con el instrumento de la Creación, facilita el camino al conocimiento. Gnosis es pues un conocimiento científico fruto del contacto directo con el Creador o su instrumento, la Sabiduría, que por influencia helenística tiene forma de Espíritu, de pneûma, es decir, aliento o exhalación de la boca de Dios.
Por tanto, los elementos característicos de esta literatura sapiencial son: a) una Gnosis, que es fruto del contacto con el Espíritu de la Sabiduría; b) el Espíritu o pneûma, que es esencial en la filosofía de los estoicos, y que se trata de una sustancia intermediaria entre el Fuego que es Logos, y el alma, y que en algunos textos es identificado con un ángel ; c) la Sabiduría como hipóstasis, es decir, personificada, hasta el punto de ser considerada concubina de Dios ; d) el Lógos que es palabra creadora, e igualmente Espíritu divino, y que por tanto, aparece en muchas ocasiones plenamente identificado con la Sabiduría, aunque no será hasta Filón de Alejandría, que aparezca una tríada formada por el Noûs, la Sabiduría como su compañera femenina y el Lógos, una potencia o dýnamis de Dios, el Padre, y que será literalmente considerado el Hijo de Dios; e) el Noûs o Intelecto paterno, Dios padre, el creador de todo por medio de sus instrumentos. Todos ellos son obviamente términos propios de la filosofía, por lo que no es difícil comprender que, en el medio helenístico la sabiduría judía fuera considerada una propuesta filosófica más, de hecho el uso de estos conceptos filosóficos es fruto de la traducción de la Biblia de los Setenta, que era utilizada por prácticamente todo el judaísmo de la Diáspora, que en su mayoría hablaba el griego e ignoraba el hebreo y el arameo, la primera lengua vernácula del pueblo de Israel, que se utilizaba sobre todo en medios religiosos en la ciudad de Jerusalén, y la segunda, el arameo que se hablaba sobre todo en el área geográfica de Palestina. En toda la Diáspora, y sobre todo en las grandes capitales culturales de la época: Alejandría, Roma, Atenas, Antioquia, etc., se podía acceder a la Biblia de los LXX en griego y a la literatura sapiencial, algunos de cuyos libros habían sido escritos directamente en griego. Por su parte los sabios judíos se agruparon en escuelas, a la manera de las escuelas filosóficas , el propio Flavio Josefo compara, en su autobiografía Vita 12, a los fariseos con los estoicos, a los saduceos con los epicúreos y a los esenios con los pitagóricos. Más allá de los paralelismos que este autor consigue identificar, está la cuestión de cómo se agrupaban los grupos testimoniados de judíos, con anterioridad a la destrucción del Templo, dichas agrupaciones revestían una forma escolástica similar a la de las escuelas de filosofía, donde un grupo de discípulos se reunían en torno a un maestro, cuyas lecciones seguían, a menudo en el domicilio mismo del maestro, o bien en alguna institución como la Academia ateniense o en las aulas del Museo y el Serapeo de Alejandría. Lo lógico es pensar que los maestros y sabios del judaísmo, encontraran en algún espacio de la sinagoga el lugar más indicado para enseñar a sus discípulos. Paradigmática de esta tradición escolástica rabínica es la Escuela de Rabí Hillel, que mantuvo una polémica dogmática sobre la interpretación de la Ley con la Escuela de Rabí Shamai, aunque estos rabinos, probablemente fariseos, disputaban en hebreo. Discípulo de Hillel fue Gamaliel , de quien Pablo, en Hech. 22.3, dice que fue su discípulo .
La tradición sapiencial introduce una segunda interpretación de la Biblia, que ya no es puramente legalista, sino que es alegórica, es decir, sapiencial o filosófica. El máximo representante de los exégetas alegóricos de la Torah es sin duda Filón de Alejandría, que fue miembro de una escuela sapiencial consagrada a la interpretación alegórica, de la que nos habla Eusebio de Cesarea . El autor cristiano de finales del siglo III y principios del IV, que da testimonio de una escuela de las sagradas letras (didaskaleíou tôn hierôn lógôn) que existía desde antiguo, y que con toda seguridad era la escuela alegórica de los judíos alejandrinos, donde trabajó Filón, la huella de este autor en Clemente y sobre todo Orígenes, padres de la teología alegórica cristiana, es incuestionable. Por lo que los teólogos alejandrinos cristianos fueron continuadores de la tradición sapiencial de la escuela alegórica de los judíos que vivían en Alejandría.
Esta tradición tiene su origen en el libro de los Proverbios, obra difícil de datar, pero cuya última redacción debió finalizarse en el siglo IV o III a.C. , es una obra atribuida al rey Salomón, que es el sabio por excelencia y referente para el resto de las obras sapienciales, sobre todo de la siguiente gran obra de la tradición sapiencial: el libro de Qohelet, conocido también con el nombre de Eclesiastés. Otras dos obras sapienciales tardías, escritas en Egipto, y que tendrán un valor excepcional para la conformación del pensamiento gnóstico, heredero de la tradición sapiencial, son: Sabiduría de Jesús Ben Sira, más conocido con el nombre de Eclesiástico, y el libro de la Sabiduría, que junto con la obra de Filón de Alejandría, forman el conjunto de literatura filosófico-sapiencial judío alejandrina, que fue rechazada con posterioridad por la tradición rabínica talmúdica, que se impuso, a finales del siglo I, tras el llamado Sínodo de Yamnia/Yabne, donde se rechazó toda la literatura claramente diferenciable del canon bíblico en lengua hebrea, y que desterró del judaísmo oficial toda la literatura escrita en griego.
En la tradición sapiencial se distingue un grupo de textos, en su mayoría apócrifos, denominados “apocalipsis”. La literatura apocalíptica forma parte de esta tradición, pues persigue el mismo objetivo, a saber, una gnosis o conocimiento sobre el mundo, concretamente en su momento escatológico o final, que se diferencia sustancialmente de los Profetas, pues son sabios, como Daniel, Henoc o Esdrás, los que revelan, no ya el destino de la nación, sino la parte oculta del cosmos, los designios de Dios para el final de los tiempos, y el final de los Imperios. El sabio apocalíptico interpreta sueños, tiene visiones y dispone del don de profecía, como herramientas de esa gnosis revelada por el Espíritu de Sabiduría. El don de la videncia y de la profecía apocalíptico se trata aquí de un “carisma” o gracia recibida del Espírtu, en la persona de un sabio , “Dios concedió a aquellos cuatro muchachos conocimiento e inteligencia en toda escritura y sabiduría, y Daniel entendía toda suerte de visiones y sueños” (Dan. 1:17). Sabiduría e inteligencia para poder comprender toda ciencia, que procede de Dios, por medio de la cual fue creado el mundo, esta es la gnosis de los sabios, que además están dotados de noûs, es decir, de inteligencia, cuestión que es una constante en toda la tradición platónica, sobre todo, a partir de Filón de Alejandría, y que veremos en otros autores del Platonismo Medio, como son Plutarco de Queronea o Numenio de Apamea, y en importantes obras orientalizantes como son los Oráculos Caldeos y el Corpus Hermeticum egipcio . Libros apocalípticos son Daniel, el libro apócrifo de Henoc, o Esdras IV, pero a esta misma tradición y con elementos simbólicos muy semejantes, encontramos los apocalipsis cristianos de Juan, el Pastor de Hermas o la Ascensión de Isaías, en todos ellos vemos a un ángel acompañar al vidente a lugares del cosmos no accesibles a los simples mortales, o a momentos escatológicos donde se revela el Hijo del hombre, en la forma de un anciano revestido de blancos ropajes, distintos monstruos que representan los Imperios y su destrucción, etc. En el Pastor el ángel de la revelación es llamado Miguel, el Arcángel, que es el Lógos, el Hijo de Dios ; mientras que en la Ascensión de Isaías el ángel enviado es el Espíritu Santo de Dios, que eleva al profeta por los siete cielos, en los cuales puede observar la gloria del Hijo de Dios, que todavía ha de venir, pues la visión del profeta se sitúa siglos antes del nacimiento de Jesús en la tierra, por ello el autor escoge a Isaías como el vidente adecuado para su apocalipsis.
La literatura sapiencial abarca un amplio arco de tiempo, desde principios del siglo IV hasta los primeros años de nuestra era. Lo que sí que es incuestionable es que dicha literatura coincide con la época del llamado segundo Templo, es decir, desde la reconstrucción del Templo, aproximadamente, en el año 445 a.C., hasta la destrucción del mismo, en el año 70 de nuestra era. Vemos por tanto, que esta nueva literatura, se suma a la más antigua literatura profética y a la Torah, aportando un nuevo valor a la cultura del pueblo judío: la sabiduría. Un nuevo valor que le permitirá la integración en el universo multicultural del helenismo, donde la sabiduría de Israel tendrá algo que aportar a la búsqueda del conocimiento y del comportamiento de vida ético, que tanto preocupaba a los filósofos helenistas.
El primer libro con el que podríamos comenzar a agrupar la literatura didáctica o sapiencial es el libro de Job, aunque los biblistas difieren sobre la categoría concreta de este libro, donde se mezclan diversos estilos y tendencias. Pero es evidente que integra gran cantidad de contenidos propios de la tradición sapiencial, e incluso encontramos claras definiciones de la Sabiduría y de los sabios. Su datación oscila en torno a comienzos del siglo IV a.C., y el lugar de composición preferiblemente Palestina. El libro de los Proverbios es una colección de lo más variopinta, sin una clara estructura, que vendría a ser una recolección de proverbios de distintas épocas de los sabios de Israel. Hoy en día se sabe que algunos de estos proverbios son tomados de otras culturas del entorno, como sería la literatura sapiencial egipcia o asirio-babilónica. Para su datación se toman los proverbios que tienen una influencia claramente greco-helenística, que determinan el terminus a quo para la redacción final del libro a finales del siglo IV a.C. El Eclesiastés lleva por título original Palabras de Qohélet, hijo de David, rey de Jerusalén. El libro está atribuido al sabio por excelencia: el Rey Salomón, Qohélet, o el que congrega a la asamblea (de ahí el nombre griego: ekklesiastes). Los biblistas no se ponen de acuerdo ni en la fecha ni en el lugar de composición, aunque parece que la opinión dominante es que fue escrito en la segunda mitad del siglo III a.C. en Jerusalén.
El libro de Daniel no es un libro profético, sino apocalíptico, pues Daniel no es propiamente un profeta, sino un sabio, de la misma categoría de sabios que los autores de la literatura didáctica, como Qohélet o Sabiduría. A estos sabios se les acostumbra a relacionar con visiones y revelaciones (apokálypsis). Su fecha de composición es 167 – 164 a.C. y como autor, un judío desconocido de Jerusalén, escrito en arameo imperial y hebreo tardío, con préstamos del persa y del griego. El Eclesiástico o Sabiduría de Jesús ben Sira, escrito en lengua griega, está datado en el año 132 a.C., y es de origen egipcio, si bien supuestamente traduciría una obra un poco más antigua, escrita en hebreo en Jerusalén. El libro de la Sabiduría, igualmente escrito en griego, probablemente por varios autores, fue compuesto entre los años 100 a.C. y 40 de nuestra era; el origen también podría ser Alejandría.
Los libros sapienciales recogen la sabiduría de los sabios de Israel. Estos sabios formaron sus propias escuelas con sus propias concepciones y conocimientos, sobre todo en la época postexílica del segundo Templo, a la que se corresponde la mayoría de estos libros. De hecho tenemos textos que abiertamente se contradicen, por ejemplo, “todo procede del polvo y todo retorna al polvo” de Eclesiástico 3:20, que parece negar la vida eterna, tal como lo afirmaba la secta de los saduceos, frente al destino de los justos que propone Sabiduría 5:15, “los justos en cambio viven para siempre, su sueldo está en el Señor, y el cuidado de ellos junto al Altísimo”, tal como afirmaba la secta de los fariseos. Pablo conocedor de las distintas tendencias y doctrinas entre los judíos de su época, cuando intentaron juzgarle en el Sanedrín, suscita una gran polémica doctrinal, conociendo las distintas facciones que en aquel alto tribunal existían: “Dándose cuenta Pablo de que una parte era de saduceos y otra de fariseos, gritó en el sanedrín: “¡Hermanos! Yo soy fariseo, hijo de fariseos. Y estoy siendo juzgado por esperar la resurrección de los muertos”. Cuando él dijo esto se produjo un altercado entre los fariseos y saduceos y se dividió aquella muchedumbre, pues los saduceos dicen que no hay resurrección, ni ángeles ni espíritus, mientras que los fariseos admiten todo eso. Se armó un griterío enorme…” (Hech. 23:6-9). Pablo, además de demostrar una gran inteligencia ante el Sanedrín, afirma con claridad su condición de fariseo, hacia el final de su vida. De hecho tal condición le permitió dirigirse a los judíos en todas las sinagogas de la Diáspora a las que visitó, en su viaje apostólico. Pablo era un sabio de la secta de los fariseos, que tenía su propia sabiduría. Lo que sin duda se apoya en la heterogénea concepción de la sabiduría que aparece en los distintos libros didácticos y sapienciales.
Los primeros sabios de Israel fueron los reyes y los consejeros de la corte. Toman como patrón al legendario Rey Salomón, al que le atribuyen la mayoría de los libros sapienciales. De hecho “hakam”, que se traduce por “sabio”, denota un conocimiento técnico, más de un experto, que de un filósofo . De manera que, antes de la formación de escuelas de sabios, éstos no eran otra cosa que peritos adscritos a la corte y a funciones de administración, a los que se les requería un determinado conocimiento, un sabio de este tipo es Daniel, cuya sabiduría, que incluían las visiones y la interpretación de los sueños reales, le valió el cargo de señor de la provincia y jefe de los magos de Babilonia . Sin duda estos eran los primeros sabios, o al menos los sabios legendarios, cuya tradición se crea en estos libros sapienciales. Sin embargo, en la época en la que se redactaron estos libros, los sabios son otra cosa muy diferente, se trata de miembros muy honorables y muy estudiosos de la Torah y de los Profetas, muchos de ellos, como los filósofos griegos, directores de sus propias escuelas, de hecho, estos sabios postexílicos son verdaderos rabinos, maestros de sabiduría, e interpretes de la Ley y los Profetas. El caso más paradigmático, tal como hemos dicho, es el del rabino Hillel (110 a.C.- 10 d.C., según la tradición que asegura que el sabio vivió 120 años), fundador de una escuela talmúdica en Babilonia y Jerusalén. Hillel es el prototipo de sabio de Israel de la época postexílica del segundo Templo, cuya sabiduría ya nada tiene que ver con los conocimientos precisos de un rey y sus cortesanos, sino que se trata de una verdadera filosofía, un conocimiento de las normas de vida prescritas en la Ley y los Profetas, en definitiva, un verdadero interprete de la Torah. Pero, entre el técnico cortesano y el gran sabio Hillel, encontramos muchas otras personas que podían recibir el apelativo de sabios, por sus profundos conocimientos bíblicos y por su comportamiento de vida ético, ajustado a las prescripciones de la Ley. Estos sabios fueron los que recolectaron proverbios y máximas sapienciales, no solo de su propia tradición, sino que también de otros pueblos del entorno, y las publicaron en sus libros didácticos, que tenían precisamente una función pedagógica y de instrucción en la vida de todo judío temeroso de Dios.


(Continuará).

Juan Almirall

LOS ORÍGENES DEL CRISTIANISMO CARISMÁTICO Y APOCALÍPTICO (2)

Orígenes del Cristianismo: judaísmo y el helenismo.

El hecho, tal vez, más importante en la historia de la humanidad sea la publicación en Alejandría de la Septuaginta, la Biblia en lengua griega, cuyos trabajos de traducción comenzaron en torno al año 280 a.C. por indicación del Rey Ptolomeo II Filadelfo, y terminaron en torno al año 200 a.C. Inicialmente fueron traducidos la Torah o el Pentateuco y los libros de los Profetas, pues algunos de los libros didácticos y sapienciales no fueron terminados de redactar sino hasta algunos años más tarde, e incluso, algunos de estos libros, como Sabiduría y Eclesiástico fueron escritos directamente en griego, por judíos de la Diáspora, que utilizaban la Septuaginta como libro de referencia. Este será el caso también del Apóstol Pablo, un fariseo que utilizaba la Biblia griega de la Diáspora. Y decimos precisamente, que la traducción al griego de la Biblia es, probablemente, el hecho histórico de mayor relevancia, pues dará nacimiento a las dos religiones más importantes de nuestra cultura, por un lado, el Judaísmo que surgió tras la segunda destrucción del Templo de Jerusalén, y, por otro, el Cristianismo. Ambas religiones son fruto de una época, la época llamada del Segundo Templo, que se inicia, aproximadamente, a partir de mediados del siglo V a.C., con la reconstrucción del Templo de Jerusalén, y del Judaísmo llamado “postexílico”, formado por un amplio y variado mosaico de sectas y tendencias, cuya falta de unidad, permitió la penetración de una concepción más abstracta y filosófica de la religión, así como la introducción de la Septuaginta en la vida de muchos judíos, sobre todo, de la Diáspora. Jerusalén será la guardiana y baluarte de las costumbres y tradiciones más antiguas, gracias sobre todo a instituciones como el Sanedrín, órgano colegiado con carácter no solo administrativo, sino sobre todo judicial.



El Cristianismo fue considerado, inicialmente, como una secta más del Judaísmo, que experimenta distintos momentos de influencia helenística o de la cultura griega, y en especial de la filosofía griega. Y en la mayoría de los casos, al menos hasta el siglo III, dicha influencia le llega al Cristianismo a través de algunas fuentes muy receptivas al helenismo, como fueron las distintas tradiciones judías, concretamente la tradición rabínica de los fariseos, en un primer momento, así como la tradición sapiencial de origen alejandrino, sobre todo a partir de la gnosis y sus detractores, los primeros teólogos cristianos, entre los que se cuenta Orígenes de Alejandría. Ambas tradiciones se encontraban fuertemente helenizadas, de hecho son las fuentes tanto del Cristianismo como del Judaísmo talmúdico, que surgirá a partir de la destrucción del segundo Templo y de la ciudad de Jerusalén, en el año 70, por las tropas de Tito.
Podemos afirmar que propiamente el Cristianismo no se separa del Judaísmo hasta la desaparición del Sanedrín post-exílico, que se encontraba en la ciudad de Jerusalén. El Sanedrín era el concilio mayor del pueblo judío, estaba formado por setenta y un miembros y su sede se encontraba en Jerusalén. Fue creado durante la dominación persa (539-33 a.C), tras el regreso del exilio de Babilonia. Palestina contaba con un gobernador nombrado por los persas y un concilio formado por los líderes de la aristocracia judía, algunos sacerdotes y otros terratenientes, este concilio fue el denominado Sanedrín. Esta institución se mantuvo durante la época ptolomáica y seléucida, el sumo sacerdote y cabeza del Sanedrín era nombrado por el Rey, y tenía funciones de gobierno de la provincia, recaudaba impuestos para los reyes griegos, y tenía plenos poderes respecto de la interpretación y práctica de la Ley. En época romana, el Sanedrín lo formaba el sumo sacerdote, aristócratas, juristas y escribas, interpretes y expertos en la Torah. La mayoría de sus componentes formaban parte del partido saduceo y desde los últimos monarcas asmoneos, en torno al siglo I a C., los fariseos también formaron parte de esta institución de tipo religioso jurídica, aunque los primeros, constituían el grupo dominante en el Sanedrín hasta la destrucción de Jerusalén, en el año 70. Después de esa fecha, el Sanedrín fue reorganizado bajo la dirección de los rabinos, y ellos fueron sus únicos miembros. La institución del rabinato tenía su origen en distintas tradiciones, de entre las que destacaba la farisaica. El Sanedrín tenía poder legislativo, judicial y ejecutivo tanto respecto de la ley criminal como de la civil. Igualmente contaba con su propia guardia y podía detener a las personas que considerase oportuno. Los integrantes del Sanedrín también supervisaban el calendario religioso, los eventos del Templo y su culto, así como el sacerdocio. Pero tras la destrucción del Templo, el Sanedrín, con la llegada de los rabinos, se convirtió en un centro académico, de interpretes de la Ley . Destacó Rabi Yehuda, que llegó a ser presidente (Nasi) del Sanedrín, y que en el siglo II redactó la Mishna, texto central de la literatura talmúdica. En esta época Judaísmo y Cristianismo se distanciarán y se podrán distinguir claramente, el primero resurgiendo de un período de decadencia y el segundo experimentando un desarrollo prodigioso, que culminará a principios del siglo IV, con la conversión del Imperio Romano al Cristianismo.
Pero antes de eso, los primeros tres siglos de Cristianismo están llenos de avatares, propios de una religión heredera de una tradición caracterizada por la diversidad y pluralidad de haíresis, es decir, “divisiones” o sectas. En el siglo I a.C. en Palestina encontramos entre los judíos distintas formas de interpretar la Ley y los Profetas, los principales textos del Judaísmo. Estos distintos grupos o haíresis fueron los saduceos, los fariseos, los esenios y los zelotas, aunque existen algunos otros grupos documentados, como las comunidades de Qumrán o los Terapeutas egipcios, los primeros generalmente vinculados al movimiento esenio y los segundos testimoniados por Filón de Alejandría. Estos últimos constituían verdaderas comunidades monásticas, que se consideraban igualmente fieles y estrictos observadores de los preceptos de la Ley, y que precisamente, su estricta observancia de los preceptos de pureza de la Torah, les habían llevado a un distanciamiento de la vida mundana y a rechazar el culto expiatorio que se celebraba en el Templo de Jerusalén. Todos estos grupos, en mayor o menor medida, se encontraban fuertemente helenizados. Sobre todo, tras la importante reforma que había producido la traducción de la Ley y los Profetas a la lengua griega, en la famosa versión de la Septuaginta, la Biblia de los Setenta o Alejandrina, en uso desde el siglo III a C. Saduceos y fariseos hacían uso de la Biblia griega en la misma Jerusalén, y será el único texto que conocieron la mayoría de los judíos de las comunidades de la Diáspora.


(Continuará).


Juan Almirall

ORÍGENES DEL CRISTIANISMO CARISMÁTICO Y APOCALÍPTICO (1)

A continuación iré colgando una serie de artículos que integran un breve trabajo sobre el origen del Cristianismo carismático y apocalíptico, que debía acompañar un trabajo más amplio sobre Prisciliano y el Priscilianismo. Nuestro famoso hereje, decapitado en Tréveris, en el año 385, fundó una comunidad carismática y apocalíptica, con algunos puntos en común con la Iglesia de Corinto que conoció el Apóstol Pablo, y que combatieron Clemente e Ignacio de Antioquía. Este tipo de Cristianismo hunde sus raices en una tradición muy antigua, que tiene su origen en el Judaísmo. No se si finalmente la obra general sobre Prisciliano se llegará a publicar, pero como el trabajo lo escribí con objeto de que fuera leído, ahí lo dejo, espero que sea de vuestro interés.
Introducción: las comunidades carismáticas y apocalípticas priscilianistas.

Prisciliano despliega su actividad literaria y apostólica aproximadamente durante los años 360 y 380 de nuestra era. Son años en los que el Imperio Romano comienza su proceso de cristianización, con el paréntesis de tres años del emperador pagano Juliano, que culmina con el edicto de Teodosio, declarando la fe de Nicea religión oficial del Imperio, y comenzando la persecución de todas las herejías que se opusieran a dicha fe. Los antiguos cultos paganos y sus prácticas mágicas, comenzarán a ser perseguidas, los grandes Templos consagrados a los antiguos dioses serán destruidos y saqueados, y se retirará el famoso altar de la Victoria del Senado romano. Muy lejos quedan ya las disputas provocadas por la herencia judía sapiencial, que tuvieron lugar en los siglos I y II, y que veremos con más detalle a continuación, pues, pese al establecimiento de una fe niceana para todo el Imperio, existían todavía muchas doctrinas disidentes, fruto de las distintas etapas recorridas por el Cristianismo, hasta su definitivo establecimiento en una unificada y soberana fe. Aunque la pretendida unidad del Imperio y su única Iglesia era totalmente quimérica, pues no se consiguió poner fin a las disputas teológicas, ya que una fe construida sobre la base de la especulación, como lo era la fe de Nicea, no podía jamás dejar de generar problemas teológicos, pues dicha fe se apoyaba en algo tan relativo y opinable como era ciertas doctrinas de la filosofía griega. Aunque en el campo de la religión judeo-cristiana tampoco existe un terreno firme.

Los maestros de sabiduría del Judaísmo porstexílico construyeron un tipo de religiosidad, basado en la gnosis, el conocimiento revelado, que contemplaba la sabiduría del cosmos y la profecía. Esta experiencia religiosa, mucho más sólida que las construcciones teológicas del siglo IV en adelante, también experimentó las alteraciones propias de una fe viva, una fe permeable al entorno, y así nos encontramos con una Sabiduría divina a imagen y semejanza de la diosa pagana y sincrética Isis. Esta Sabiduría divina será venerada por los sabios judíos de Alejandría, como Filón o el autor del libro de la Sabiduría, y se identifica plenamente con el Espíritu de Dios Padre, y será precisamente a este Espíritu al que se referirá el Apóstol Pablo, que combina la revelación mesiánica del cristianismo con la tradición sapiencial heredada de la Escuela de los Fariseos, a la que pertenecía, tal como declaró ante el Sanedrín (Hechos 23). La visión espiritual de Pablo ocasionó importantes disensiones en el seno de las primeras iglesias cristianas en los siglos I y II. El Espíritu de Sabiduría que repartía sus dones o carismas entre los miembros de las distintas iglesias (o asambleas de cristianos) se encuentra en el origen del cristianismo carismático, que se negó a aceptar la unidad jerárquica de una Iglesia unificada y católica, así como del cristianismo mistérico, representado por las diversas comunidades y escuelas gnósticas, y finalmente por el maniqueísmo del siglo IV.
Sea cierto o no que Prisciliano fue discípulo de un maestro gnóstico de Alejandría, se comprende porqué fue acusado de gnóstico y maniqueo, pues ambas corrientes tenían una filiación común en un concepto más amplio, cual es el cristianismo carismático, inspirado en la primera carta de Pablo a los corintios. Corinto fue la comunidad carismática por excelencia, llena de profetas y personas inspiradas que hablaban lenguas extrañas y emitían sonidos ininteligibles. En el siglo IV, en la Iglesia Imperial, algo así ya no se recordaba, por lo que sólo podía ser considerado magia pagana o brujería, que precisamente el propio Prisciliano rechazaba abiertamente. Sin embargo, el movimiento priscilianista era un movimiento apocalíptico y escatológico, anacrónico a la manera de los movimientos carismáticos y gnósticos de los siglos I y II, que detentaban una gnosis, un conocimiento del cosmos, de su origen y su final escatologicos. Todo esto formaba parte de una gnosis, como la que en Alejandría tanto afanaba en encontrar las escuelas de filósofos peripatéticos, sin embargo, la diferencia con estos es que esta gnosis judeo-cistiana procede directamente del Espíritu de la Sabiduría, es decir, era una gnosis revelada, mientras que la gnosis de los filósofos aristotélicos procedía de la contemplación paciente del cosmos. Sin duda se trataba de un mismo objetivo: el conocimiento del cosmos, pero de distintos medios: la revelación en el caso de los sabios judíos y cristianos, y la contemplación científica por parte de los filósofos.
Prisciliano no es subordinacionista como los arrianos y los origenistas, los movimientos heréticos de la época, mantiene la confusión pauliana entre Espíritu de Sabiduría y Jesucristo, lo que oculta una cierta negación de la idea trinitaria, por más que se hable de Padre, Hijo y Espíritu, una negación que procede del mesianismo judío de Pablo, que identifica al Espíritu de Sabiduría con Jesucristo, el Hijo, el Mesías, que Filón de Alejandría había colocado en un segundo plano, como una “potencia”.
No vamos a entrar en este capítulo en las doctrinas priscilianistas, pues nuestro objetivo es mostrar el origen de la tradición profética en la que se fundamenta el priscilianismo, una tradición que arranca de muy antiguo, claramente pre-cristiana, fue recogida por Pablo en sus epístolas. Se trata de una tradición primigeniamente judía, pero que sufre progresivas transformaciones, sobre todo, debido a distintos procesos de helenización. Y que los obispos hispanos y demás contemporáneos de Prisciliano no supieron ubicar, pues ya no les quedaba el recuerdo de los conflictos que a finales del siglo I y principios del II había provocado la tradición espiritual que presentaba Pablo en la primera carta a los corintios, y que tan bien se describe en los Hechos de los Apóstoles, donde los primeros cristianos recibían al Espíritu del Cristo por transmisión directa de los apóstoles y profetas.

(Continuará).


Juan Almirall